Patadas
Liam Durcan
Traduit par : Luisina Loggio y Yanina Rodríguez

œuvre de Natalia I. Spoturno
Tenía siete años cuando de repente me di cuenta de que estaban arrojando bebés muy pequeños a la piscina del barrio. A esto le siguió el susto de ver que mi propia hermanita, con su frescura rosácea e implacable, también era lanzada al agua. Por supuesto, todo esto se hacía bajo la mirada inquieta de mi madre, quien, al igual que las otras madres, se quedaba parada con el agua hasta la cintura mientras que los padres se inclinaban al borde de la piscina y soltaban cuidadosamente a sus pequeños. Luego de la quietud, se producía un enorme chapoteo sincopado y, después, el revuelo frenético para rescatar a los niños de entre la espuma.
Mis amigas y yo, con nuestros cuerpos sin
forma escondidos bajo los bikinis, quédabamos estupefactas al observar esto en
silencio desde los trampolines frente a la piscina. Habíamos crecido con la
convicción grabada a fuego en nuestras conciencias de que el agua, aunque muy
divertida, presentaba innumerables tentaciones hacia la muerte. Así es que
vivíamos bajo órdenes parentales inquebrantables, auténticos mandamientos de
natación: la espera de media hora luego del almuerzo, la regla de no escupir
agua, la política de tolerancia cero a hacer payasadas. Nos obligaban a usar
salvavidas para los brazos y tablas flotadoras, y nos sometían a clases de
natación tan incansables y arduas que podrían haber alarmado a las autoridades
de protección de la infancia. Cuando la fatiga o la técnica vacilante hacía que
empezáramos a hundirnos, los entrenadores nos exhortaban con la orden universal
destinada a evitar que nos ahogáramos: pateen,
gritaban. Pateábamos mucho. Es por esto que el cambio en la actitud de nuestros
padres, casi más que el acto de arrojar a los bebés a la piscina, nos tomó completamente
por sorpresa; me quedé parada en el trampolín boquiabierta. Todo era posible.
Recuerdo que, poco después de eso,
mostraban este tipo de actividad en la televisión todo el tiempo. Secuencias de
imágenes de cámaras submarinas captaban el chapoteo cristalino de muchísimos
bebés como mi hermana. Los niños aparecían siempre nadando como los perros en el
agua azul cristalina, y parecían infinitamente contentos y seguros como
astronautas en una caminata espacial. Esta era la nueva forma de aprender a
nadar. Los humanos eran nadadores por naturaleza, se decía, y las lecciones y
advertencias gráficas solo generaban miedos innecesarios; nos distanciaban de
nuestras tendencias anfibias naturales. Así es cómo comenzaron los
lanzamientos.
Mi madre ahora le resta importancia a su
participación en el método de lanzamiento de bebés como entrenamiento de
natación que fascinaba a la nación en esos días. Sin embargo, cuando se lo
menciona, como ahora, que lo recuerdo con un espíritu de nostalgia comunitaria,
lo defiende o, mejor dicho, defiende la motivación detrás del método.
—Convirtió a tu hermana en una gran
nadadora —dice.
Janet levanta la cabeza lo suficiente para
que podamos registrar el arco que dibuja su ceja, como la de un perro Basset Hound.
—Bueno, lo eres —continúa, siempre manteniendo el derecho a ofenderse por la
incredulidad de sus hijas.
Mi madre se levanta para juntar las tazas
vacías de té y el plato con las galletitas que quedaban, y lo hace, claramente,
con más vigor del necesario. El repiqueteo deliberado en el fregadero, el ruido
seco del repasador.
—Tenías
que mencionarlo —musitó Janet, sin levantar la vista de los papeles enroscados
que tenía delante.
Cierro los ojos. El sonido de los grillos
que se oye desde la ventana de la cocina es cada vez más fuerte, aunque casi
ahogado por el silbido nasal del monitor para bebés. La puerta de la alacena se
cierra con una palmada a modo de finalización. Una brisa corre por las
habitaciones del primer piso, moviendo con suavidad las puertas y haciendo rechinar
los goznes. Imagino que el aire fluye hacia arriba como la corriente de un
océano, roza la mano de mi hijo dormido y ondea bajo la cuna en la que está mi
hija. Esta noche, la casa entera parece un animal gigante que respira lenta y
pausadamente. Mi hermana cambia de posición para ponerse cómoda debajo de su
vientre, que cada vez es más grande. Exhala después de esta maniobra, el esfuerzo
es casi suficiente para provocarle un suspiro. Mi mamá, ya sin resentimientos,
vuelve a la mesa. Al abrir los ojos, veo que están allí sentadas tal como lo había
imaginado, lo cual me sorprende y me encanta.
Mi hermana se queda mirando con atención la
imagen que tiene en frente, desconectándose solo para pasar los papeles y ver
la siguiente. Un trabajo puntillista con partes en blanco y negro que forman
una línea o un remolino que, a la distancia, podría representar los vientos que
se unen en un huracán. Pero en el papel que tiene su nombre en una esquina,
jura poder distinguir la curva de una frente humana, siguiéndola con el dedo
índice. Otra captura la imagen de un corazón entre sus latidos acelerados. Mi
favorita es una en la que de un caos visual total surge una mano enguantada
perfecta de huesos delicados, como si estuviese apoyada en un panel de vidrio.
—¿Ya no te dicen el sexo del bebé, no? —digo.
—Demandas —responde Janet—. La gente pinta
la habitación del bebé de rosa, compra vestidos y elige nombres de niña; todo
según la ecografía y... uy.
—Igualmente, es una linda sorpresa —dice
mamá—, un pene. —Se detiene luego de decir "pene" como si se
deleitara en la emoción reacia. Los nietos han hecho que ya no sea inapropiado decir
la palabra en presencia de otros.
Cuando estaba embarazada de mi primer hijo,
tenía tanto entusiasmo y curiosidad como cualquiera, pero esos libros diseñados
para decirte qué esperar durante el embarazo me parecían demasiado generales o centrados
en cuestiones como la decoración ideal del cuarto del bebé. Entonces, decidí
comprar un libro de embriología en la librería de la Universidad y leer acerca
de lo que estaba ocurriendo dentro de mí. Los diagramas mostraban cómo las
células se mueven de manera ordenada para formar una placa que se fusiona y pliega
para crear un tubo. Así se formaba el cerebro, se corrugaba la superficie, se establecían
conexiones que luego serían otro universo. En semanas, una masa con apariencia
de camarón había desarrollado extremidades y tomaba aspecto humano; con células
que fluían para todos lados creando así un cuerpo. Era como si pudiese oír el zumbido
de estas actividades dentro de mí. El
esposo de Janet, Bob, que es anestesiólogo, me encontró una vez leyendo el
libro y se quedó merodeando sobre mi hombro. No dijo nada, pero yo sabía lo que
estaba pensando. Supongo que tenía razón; hubo noches en que no pude dormir,
pensando en la complejidad de todo, en los viajes que debían completarse. Todas
esas contingencias. Cuando nació mi hijo, fantásticamente normal, guardé el
libro. Para mi segundo, siguió guardado en el estante.
Se oye un chasquido del monitor que nos permite
escuchar los movimientos de mi hija. Nos miramos, todas en silencio por un
momento, esperando que su voz me llame, pero no se oye nada. Janet ha terminado
de estudiar la última de las fotografías de la ecografía. Esta muestra la
imagen más clara de su niño flotando en un mar profundo de oscuridad amniótica.
Está feliz, por supuesto, pero también tiene esa otra mirada, un ceño fruncido
que yo he tenido y que estoy segura mi mamá también conoce. Supongo que para
cualquiera que nos mire a las tres por la ventana de esta casa de los
suburbios, debemos de aparentar una imagen de alegría, incluso de satisfacción.
Pero el rostro de mi hermana muestra más que eso. Oye el zumbido. Sí, es
diferente aquí en la mesa, más complicado. Simplemente me siento a su lado,
pensando qué puedo decir para ayudar, pero ninguna palabra parece servir. Además,
en un instante vendrá la patada sin que nadie insista.
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Liam Durcan es neurólogo
en el Institut et hôpital neurologiques de Montréal. Su primera novela, Garcia’s Heart, recibió el Arthur Ellis Award en 2008. Su colección
de cuentos, A Short Journey by Car,
fue elegido como uno de los mejores libros de 2004 por el diario The Globe and Mail.